Punk love: Yo no era lesbiana 2

-Nos vemos a las 8. Si quieres paso por ti o te vienes a mi casa, y de ahí nos vamos.

Nibi y yo vivíamos juntas pero cuando íbamos a nuestro pueblo, se nos dividían las direcciones. Su casa era donde su madre y su padre y la mía donde lxs míxs. Estaban como a 30 minutos una de la otra.

-Va, me late. ¿Qué nos ponemos, wey? Para que me vea El Flaco.

-¡No mames! ¡El Flaco! Sí, wey. Pues yo digo que nos pongamos chamarrita de piel. Hasta vente más tempra a mi casa y nos pintamos.

-Va. ¿Tú me pintas?

Conocí a Nibi con la ‘cara lavada’. Yo ya era bien reaccionaria, militante y mugrientita, pero, eso sí, siempre andaba bien maquillada. Mi cabello era una reverenda mierda pero mi cara era la de una modelo con photoshop. Por entonces, Nibi tenía un cabello hermoso, largo, delgado, medio chino y bien salvaje. Todo el tiempo lo movía con las manos o moviendo la cabeza cuando hablaba. Su cabello era parte de toda ella, de su sonrisa, de su mirada, de su escote. Era como un gesto extra, un gesto especial, único. Hasta era parte de sus palabras. Sí, de las cosas que decía. Ya hace unos años que no la veo, pero estoy segura de que no se lo ha cortado. Supe que se hizo un tatuaje y supongo que, ahora, su cabello es parte de ese tatuaje también. Haría casi cualquier cosa por ver ese tatuaje.

Titi, mi novio de aquellos días, trabajaba en el bar. Era el pinchadiscos, así que Nibi y yo le hacíamos llegar nuestras peticiones, que eran siempre las mismas, y él las hacía sonar en los intermedios de la banda. Era como estar en nuestra casa poniéndonos las canciones que más nos gustaban. Cada canción era nuestra canción favorita. Y como eran las mismas que bailábamos en la casa casi todos los días, teníamos cada paso, cada mirada, cada caricia más que ensayadas. Obvio, Nibi hacía de su cabello una danza aparte y yo le aderezaba con la mirada deseante, complacida. Las dos nos sentíamos lo más sensual del universo que nos era el bar. Y, seguramente, lo éramos. La gente no nos quitaba la vista de encima, nos mandaban tragos a la mesa con recaditos de varios tonos en servilletas.

“No son gratis, pagamos por verlas bailar”

-Pinches imbéciles. Bailamos sin que nos paguen. Yo bailo contigo y para ti…bueno y para El Flaco, leve, también. ¡Jajajajajajaja!

-Wey, sí. ¡Qué tarados! Pero igual hay que sonreírles tantito, para que no digan que ‘acá’.

-Ni madres, wey. Si los pendejos a huevo quieren pagar por algo que es gratis, ¡que paguen! Igual ni traemos tanta lana. ¡Jajajajaja!

-¡Jajajajajaja! Va. Vente, vamos a fumarnos un cigarro.

Esa noche fue increíble, aunque ni Nibi ni yo sabemos cómo terminó. Nos disfrutamos mucho y yo me quedé bien conforme con haber levantado sospechas de lesbiandad.

Titi se puso celoso por que no le hice caso en toda la noche. Siempre le jugaba malas pasadas al pobre. Decía que me amaba ‘con locura’. Habíamos construido intimidad en serio. Él fue quien metió el primer tampón a mi cavidad vaginal. También el primer pene. Por inexperta, tal vez o por lesbiana, nunca me gustó el sexo con Titi. Pocas veces me venía cuando me lamía incansable la vulva. Pero de meter y sacar, jamás. Además, como estábamos re chavitos, duraba muchísimo. Yo lo que hacía era gritar y gemir  como loca, con eso como que cumplía mi parte o tapaba, para mí misma, el hecho de que no disfrutaba la gran cosa. Alguna vez me reclamó la falsedad de mis orgamos. ¿Qué le iba yo a hacer? No me mojaba ni la mitad de lo que me mojé cuando escuché a Nibi y a su novio follar.

Habíamos sido tan íntimos, El Titi y yo, que una vez se sacó una pistola cargada de su casa, se paró frente a mí y se apuntó con ella por debajo de la boca. Me reclamaba algún cuerno que le puse. Sí, Titi era un suicida, sobreviviente de sí mismo. Había fallado muchas veces tratando de matarse y así siguió hasta que terminó por amar su vida.

Tanto drama me tenía ya bien cansada. Y no me importaba tanto por que, de vuelta al departamento, Nibi y yo teníamos la mejor amistad del mundo.

-¡Ya levántate, puta del mal!

Nibi se despertaba antes que yo, siempre. Ya había la costumbre de que, despertando, se ponchara un cigarrito de marihuana, lo prendiera y fuera a mi recámara. Se me trepaba sobre el abdomen con las piernas abiertas y me decía “ya levántate” cantando, siempre melodías que se inventaba en el momento. Luego seguía el ritual de fumarnos el cigarrito en la cama y de ahí, a la cocina a preparar el desayuno.

-Oye, wey, ¿leíste lo de Spinoza que nos dejó El Cabeza de Casco?

-¡Jajajajajajaja! No mames, no soporto su pinche cabello. Ha de usar un bote de gel cada que se peina.

-Pero eso sí, nunca se va a descalabrar ¡jajajajaja! ¿Leíste o no, pues?

-Sí, ¿quieres que te lo cuente?

-Sí, y yo te cuento lo de mañana.

Nos miramos fijamente, como traviesas, nos sonreímos. Y sí, lo que nos faltaba era el beso, pero fuera de eso, éramos como la pareja perfecta. Le conté el uno por ciento que había entendido del texto de Spinoza.

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